Flores
Recuerdo el período de mi infancia
en que no me gustaban las verduras, en concreto las de color verde, excepto por
la lechuga que me encantaba. Nunca me voy a olvidar de la escena del plato de
zapallitos rellenos sobre la mesa durante horas esperándome (los zapallitos son
calabacines redonditos y gordos). Recuerdo ese día como si fuera ayer. Yo tendría
unos 9 o 10 años, digamos que era casi una adolescente pero no era capaz de
meterme en la boca una cucharada de esas verduras. Recuerdo que me daban
arcadas y Ana me decía: “la comida no es asco”. Sabias palabras y santa
paciencia. Ese día me fui a la escuela sin comer y sin merienda, y al volver,
para cenar, allí me esperaba mi plato de zapallitos.
La historia tiene final feliz para
mí, ya que no iban a dejar que me muriera de hambre, pero no me comí los
zapallitos y durante años no lo volvieron a intentar. Me salí con la mía, como
tantos niños que odian las verduras por su desagradable color verde y el sabor
amargo del calcio que las compone. Unos cuantos años más tarde, como a la
mayoría de la gente, se me pasó la tontería y para alivio de mis padres empecé
a comer de todo. O casi todo.
Yo de chiquita comiendo lechuga. |
Bichos
Por esa misma época en que no me
gustaban las verduras, tampoco me gustaban los gatos. Parece algo muy concreto
que no te gusten “los gatos” y lo es, pero tenía motivos. Mi papá vivía en una
casa que tenía el techo de chapa, lo cual era bastante común en aquel entonces
e imagino que aún lo seguirá siendo. Mi hermana y yo compartíamos una
habitación que tenía una pequeña ventana en el TECHO y que se abría hacia
abajo. Los gatos del barrio, que vivían libres, realizaban su ritual de
apareamiento en las alturas, pareciéndose sus maullidos demasiado a un llanto de
bebé desesperado. Y como si meter todo ese mal rollo en el cuerpo de dos niñas fuera
poco, los cabrones (porque para nosotras lo eran) se paseaban por el techo de
nuestro cuarto haciendo resonar cada una de sus pisadas en la chapa y
dejándonos sin calor en el cuerpo. Nunca olvidaré la noche en que mi hermana,
apenas con 5 añitos se despertó de un sobresalto quedando sentada en la cama, como
un muerto que se levanta de la tumba, y gritando: PUTOOOSSSSSS!!!!!!! Papá, que
dormía en la habitación de al lado, vino corriendo a ver qué pasaba y Jessi no
paraba de llorar.
Nunca me voy a olvidar del miedo que daba
imaginarse a los gatos entrando en nuestra habitación por esa ventana en el
techo; encima dormíamos en literas y yo dormía en la de arriba. Y con lo fantasiosa
que soy, siempre que veía un gato me imaginaba que dentro tenía atrapado el
espíritu de una mala persona que como castigo estaba encerrada en ese cuerpo
felino. Hoy, ya no pienso eso (Bien Karen!… ¬¬). Todo cambió cuando me enamoré
del dueño de un gato muy feo y al final, empecé a quererlos a los dos. El amor
siempre triunfa, eso es así.
Solemos sentir miedo o rechazo hacia
lo desconocido y como resultado nos perdemos muchas cosas, como por ejemplo
sabores, lugares, personas, animales… Yo ya hace tiempo que no tengo miedo a lo
desconocido, más bien todo lo contrario, me interesa saber, me interesa
conocer, y buscando, buscando, me encontré a mí, y me pregunté si la vida que
llevo tiene sentido (flipe máximo) o más bien si se corresponde con todo en lo
que creo. Y me di cuenta de que vivimos una contradicción. Ya está bien, ¿no? ¿Acaso no
somos buena gente? No nos gusta el sufrimiento ajeno, así que ya no formaremos
parte de él.
Aun así, pienso seguir matando
cucarachas. Ala, ya lo he dicho.
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