lunes, 4 de mayo de 2015

De Bichos y Flores


Flores

Recuerdo el período de mi infancia en que no me gustaban las verduras, en concreto las de color verde, excepto por la lechuga que me encantaba. Nunca me voy a olvidar de la escena del plato de zapallitos rellenos sobre la mesa durante horas esperándome (los zapallitos son calabacines redonditos y gordos). Recuerdo ese día como si fuera ayer. Yo tendría unos 9 o 10 años, digamos que era casi una adolescente pero no era capaz de meterme en la boca una cucharada de esas verduras. Recuerdo que me daban arcadas y Ana me decía: “la comida no es asco”. Sabias palabras y santa paciencia. Ese día me fui a la escuela sin comer y sin merienda, y al volver, para cenar, allí me esperaba mi plato de zapallitos.

La historia tiene final feliz para mí, ya que no iban a dejar que me muriera de hambre, pero no me comí los zapallitos y durante años no lo volvieron a intentar. Me salí con la mía, como tantos niños que odian las verduras por su desagradable color verde y el sabor amargo del calcio que las compone. Unos cuantos años más tarde, como a la mayoría de la gente, se me pasó la tontería y para alivio de mis padres empecé a comer de todo. O casi todo. 

Yo de chiquita comiendo lechuga. 
Bichos

Por esa misma época en que no me gustaban las verduras, tampoco me gustaban los gatos. Parece algo muy concreto que no te gusten “los gatos” y lo es, pero tenía motivos. Mi papá vivía en una casa que tenía el techo de chapa, lo cual era bastante común en aquel entonces e imagino que aún lo seguirá siendo. Mi hermana y yo compartíamos una habitación que tenía una pequeña ventana en el TECHO y que se abría hacia abajo. Los gatos del barrio, que vivían libres, realizaban su ritual de apareamiento en las alturas, pareciéndose sus maullidos demasiado a un llanto de bebé desesperado. Y como si meter todo ese mal rollo en el cuerpo de dos niñas fuera poco, los cabrones (porque para nosotras lo eran) se paseaban por el techo de nuestro cuarto haciendo resonar cada una de sus pisadas en la chapa y dejándonos sin calor en el cuerpo. Nunca olvidaré la noche en que mi hermana, apenas con 5 añitos se despertó de un sobresalto quedando sentada en la cama, como un muerto que se levanta de la tumba, y gritando: PUTOOOSSSSSS!!!!!!! Papá, que dormía en la habitación de al lado, vino corriendo a ver qué pasaba y Jessi no paraba de llorar.

Nunca me voy a olvidar del miedo que daba imaginarse a los gatos entrando en nuestra habitación por esa ventana en el techo; encima dormíamos en literas y yo dormía en la de arriba. Y con lo fantasiosa que soy, siempre que veía un gato me imaginaba que dentro tenía atrapado el espíritu de una mala persona que como castigo estaba encerrada en ese cuerpo felino. Hoy, ya no pienso eso (Bien Karen!… ¬¬). Todo cambió cuando me enamoré del dueño de un gato muy feo y al final, empecé a quererlos a los dos. El amor siempre triunfa, eso es así.


Solemos sentir miedo o rechazo hacia lo desconocido y como resultado nos perdemos muchas cosas, como por ejemplo sabores, lugares, personas, animales… Yo ya hace tiempo que no tengo miedo a lo desconocido, más bien todo lo contrario, me interesa saber, me interesa conocer, y buscando, buscando, me encontré a mí, y me pregunté si la vida que llevo tiene sentido (flipe máximo) o más bien si se corresponde con todo en lo que creo. Y me di cuenta de que vivimos una contradicción. Ya está bien, ¿no? ¿Acaso no somos buena gente? No nos gusta el sufrimiento ajeno, así que ya no formaremos parte de él.

Aun así, pienso seguir matando cucarachas. Ala, ya lo he dicho.